31 / miércoles - marzo de 2010

Semana 13. 90/275
Amadeo.

En el siglo XIX escaseaban los cadáveres para las clases de medicina. Ello hizo que proliferase el tráfico ilegal y, con él, el secretismo en torno a la sala de disección.

En 1849, el claustro de la Facultad de Medicina de Ohio aprobó por unanimidad una tajante norma: «los alumnos no deberán divulgar los secretos de la sala de disección o perderán el privilegio de acceder a ella». Advertencias similares se fueron extendiendo a finales del siglo XIX por la mayoría de las facultades de medicina de Estados Unidos. Había que ser prudentes si se quería continuar con una de las prácticas fundamentales en la formación de los futuros médicos. Pero, ¿por qué tanto secreto?

La razón es que los profesores de anatomía, ante el aumento enorme de facultades de medicina, debían moverse en ocasiones en los límites de la ley para conseguir el elemento indispensable en las disecciones: los cuerpos humanos muertos. Habían intentado presionar para que las leyes favorecieran que aquellos cadáveres que nadie reclamaba en los hospitales fueran a las escuelas de medicina, pero la oferta siempre era menor que la demanda. Para cumplir con las necesidades de sus alumnos, llegaban a acuerdos con los llamados `resucitadores´, profesionales que recuperaban de sus tumbas cuerpos enterrados recientemente. Los estudiantes podían tener la tentación de divulgar la fuente o la identidad de esos cuerpos que estudiaban y de ahí la necesidad de mantener los secretos de las salas de disección. En esos secretos han indagado los profesores John Harley Warner y James M. Edmonson, que en su libro Dissection hacen un exhaustivo repaso por esta práctica.

Uno de los modos más macabros de conseguir cuerpos para la ciencia, ocurrió en Europa, en 1820, en Edimburgo. William Burke y William Hare estrangularon a 16 personas para vender luego sus cuerpos a un reconocido profesor de anatomía escocés. Burke pasó a la posteridad, porque su apellido sirve para nombrar en inglés la acción de matar a alguien y luego traficar con su cuerpo. El negocio exigía que el `producto´ estuviera en las mejores condiciones posibles. Algunos cadáveres se transportaban en barriles con serrín y alcohol desde los cementerios del sur al norte. En su gran mayoría eran cadáveres de negros.

Algunos estudiantes también quisieron participar en el negocio y se convertían en `resucitadores´ para poder financiarse sus estudios. El cuerpo se cotizaba en torno a los 15 dólares. Tal proliferación de cadáveres provocaba situaciones que obligaban a los estudiantes a romper el secreto de la sala de disección, en ocasiones con un grito. Eso le pasó a John Harrison, estudiante de Medicina de la Facultad de Ohio, quien en 1878 descubrió sobre la mesa el cuerpo de su padre, que él mismo había enterrado unos días antes. Aquel mismo año The New York Times publicó un artículo advirtiendo de los pocos escrúpulos que tenían los ladrones de tumbas y se aprobaron algunas leyes para favorecer la oferta que entendía la disección como una forma de castigo: los cadáveres de los criminales ejecutados sí podían ser enviados a las escuelas de medicina.

Tanto los profesores como los alumnos entendían que la disección era una práctica transgresora, practicada en los límites sociales, legales y morales, pero al mismo tiempo se percibía como un rito en la formación del médico. Más allá de lo que aportaba de conocimiento práctico, suponía en los estudiantes una transformación moral, una verdadera prueba de fuego sobre su vocación y una de las pocas actividades que hacían en grupo. La disección se convierte en un elemento ineludible en la configuración de una identidad propia como colectivo médico.

Hasta tal punto los identifica, que los estudiantes de medicina comienzan a fotografiarse en la sala de disección junto a los cadáveres. El auge de la fotografía en la época favorece esta moda. Las fotografías en blanco y negro suelen reflejar normalmente a un grupo de estudiantes blancos que diseccionan el cadáver de un negro. Estas imágenes no tenían una gran difusión pública, pero tampoco estaban ocultas. En ocasiones se enviaban como tarjetas de felicitaciones por Pascua y por Navidad. Otras veces lo que aparecía en la imagen era el sarcasmo o el macabro ingenio de los jóvenes estudiantes. Así, bajo el cadáver escribían: «Vivió por los otros, murió para nosotros», «su pérdida es nuestra ganancia» o «descanse en piezas». Todo un catálogo de humor negro de la época.

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