25 / lunes - febrero de 2008

Semana 9. 56/310
Cesáreo.
Fiesta en la ciudad de Castellón.

Años cuarenta. Un frío nueve de diciembre y bajo la consigna de "¿qué no nos quieren?, menos los queremos nosotros a ellos”, una muchedumbre enardecida se congregó en la Plaza de Oriente para testimoniar al Caudillo su inquebrantable adhesión al régimen.

Entre las pancartas que se agitaban sobre la marea humana había una que decía: “si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos”. “Los falangistas no sentimos hoy nostalgia del bienestar material”, se escuchaba en los discursos. “Queremos la vida dura, la vida difícil de los pueblos viriles” solicitaba Franco en el discurso en que proclamó la “autarquía” como la única forma de luchar contra masones, comunistas y demás enemigos extranjeros.

Autarquía significaba autoabastecimiento, apañarse con lo propio sin ayuda ajena. Había que cerrar las puertas al corrompido mundo exterior; hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos, el coñac se rebautizó en jeriñac; la ensaladilla rusa pasó a llamarse imperial , Caperucita cambiaba su color rojo por uno encarnado y hasta Margarita Gautier trocó su apellido gabacho por el autóctono Gutiérrez por voluntad de un gobernador civil.

Y el dictador era el primero en dar ejemplo.

Lo cuenta con detalle Eslava Galán en su libro "La historia de España contada para escépticos": "El Caudillo vivía en un palacio dieciochesco, rodeado de muebles de época y tapices de Goya y los obispos lo llevaban y traían bajo palio, pero su alcoba era de una austeridad monástica, de una simplicidad cuartelera; dos camas de caoba cubiertas por colchas verde manzana y separadas por la repisita del teléfono. Sobre la mesita de noche, un modesto flexo. Delante de las camas, el brazo incorrupto de santa Teresa, bien a la vista, sobre una cómoda, dentro de artístico relicario. A base de autodisciplina, como un bonzo nepalí, consiguió dominar por completo sus necesidades fisiológicas”.